Segunda parte del relato de nuestro viaje a Marruecos. Puedes leer la primera aquí.
Con un sabor agridulce en la boca, después del robo, decidimos continuar nuestro viaje, que debía ahora acercarnos al desierto, con la idea en la cabeza de dormir al menos una noche en él. Primer punto de la agenda: conseguir un vehículo. Alquilamos un Kia Picanto amarillo chillón (para que se nos viera bien, entre la caótica maraña de coches de la ciudad) y nos dirigimos hacia el valle de las rosas.
Allí teníamos contratada la experiencia de una noche en el desierto, en las dunas de Merzouga, con la gente de Kashba Itran. 100% recomendable, nos consta que siguen funcionando. Por aquel entonces simplemente era un proyecto de alojamiento local con una familia bebeber, ahora es toda una agencia de viajes, pero con un enfoque que nos parece acertadísimo: apoyando la cultura y la economía locales. La kasbah propiamente dicha es espectacular, igual que el entorno donde se sitúa. La comida, deliciosa. Pero lo mejor es la gente. Nada que ver con el bullicio y las malas experiencias de Marrakech; desde el principio nos transmitieron algo distinto, algo increíble.
Cuando partimos hacia el desierto nos recomendaron que dejáramos el grueso de nuestro equipaje allí por comodidad. Nos acababan de robar, así que evidentemente nos lo pensamos; pero al contárselo al responsable de allí, simplemente nos miró y nos dijo “confía”. Con una sencillez, con una honestidad, que no nos quedó más remedio que hacerlo. No solo no nos defraudó, sino que estoy convencido de que nos mejoró un poco como personas.
El paquete “noche en el desierto” incluía guía, y la opción de que éste condujera un vehículo 4×4 para el viaje. Como era más cara, nosotros optamos por ir en el Picanto que habíamos alquilado. Toda una experiencia, desde luego. Una vez en el desierto, hay que conducir por caminos casi invisibles medio cubiertos de arena (rodadas de otros coches, más bien). Mony insistió en conducir ella todo el viaje, y el consejo que le dio el guía fue que llevara marchas largas y que no frenara. Mony se lo tomó al pie de la letra, y fue como ir de rally. El Picanto volaba literalmente sobre los baches y las pequeñas dunas. Hubo un vuelo especialmente largo, en el que al aterrizar el morro se hundió más de la cuenta en la arena y quedamos atascados. Nuestro guía se quedó blanco, y eso que era bebeber. Por cierto, lamento enormemente no recordar su nombre. Pero desde luego fue un gran compañero de viaje: hablaba perfectamente español, y nos estuvo continuamente entreteniendo con adivinanzas y curiosidades. Un tipo genial.
Pasamos un rato malo hasta conseguir sacarlo, pero finalmente lo hicimos y llegamos a nuestro destino: una pequeña casita en mitad del desierto (al menos, a nosotros nos parecía la mitad del desierto; en realidad no nos habíamos adentrado más que un puñado de kilómetros). Allí nos esperaban nuestros camellos y el otro guía, que nos condujo a la jaima en la que pasaríamos la noche, en las dunas de Merzouga. Curiosa experiencia, montar en camello. No se la deseo a nadie. O te destrozas la genitalia, o te destrozas el culo. No hay término medio, y así durante un par de horas que a mí se me antojaron eternas.
La idea era pasar la noche al raso, pero nuestro guía/camellero/cocinero (que preparó un tajín bastante lamentable, todo hay que decirlo) nos advirtió de que habría tormenta de arena, y se metió dentro de la jaima. Nosotros aguantamos más de lo aconsejable (hemos venido a ver las estrella, decía Mony), pero finalmente nos rendimos a la evidencia y nos metimos dentro también. La espera salió “cara”, porque tardamos una eternidad en librarnos de toda la arena incrustada en el cuerpo y especialmente en el pelo. Tengo una mochila que casi 15 años después aún pierde arena…
El espectáculo al amanecer siguiente es inolvidable. Ver salir el sol entre las dunas, con nadie salvo seres queridos a tu alrededor es algo mágico. El silencio casi puede palparse, y la luz cambia poco a poco a naranjas cada vez más intensos, tiñéndolo todo. La paz te inunda. Se te olvida hasta que te han robado hace apenas tres días.
Pero tocaba volver a la realidad, y en el camino de vuelta nos tocó enfrentarnos de nuevo con una parte fea de ella: un nuevo encontronazo con la policía marroquí. Vimos un control de carretera, y nuestro guía enseguida nos pidió los pasaportes y los escondió junto con su documentación. Al llegar a la altura del control, nos hicieron parar y a él le bajaron del coche. Discutió con uno de ellos, mientras el otro daba vueltas alrededor del coche con su ametralladora colgando del cuello. El que hablaba con el guía de repente lo soltó un guantazo enorme, ante el cual él permaneció impasible, con las manos a su espalda. Después de un rato de charla, pudimos irnos sin consecuencias. No nos explicó mucho, pero era evidente que querían una especie de peaje.
Encontronazos aparte, en el camino de ida y en el de vuelta también paramos a visitar lugares de interés, como las gargantas del Dades y del Todra. Parece mentira que pueda haber tanto verde en una zona tan seca. Igualmente, parece mentira que después del ajetreo y la mala experiencia de Marrakech pudiéramos disfrutar de un oasis de tranquilidad y paz de la mano del grupo humano responsable de la kasbah. Nuestro guía nos llevó a su casa, nos presentó a su familia y nos invitó a té y dulces. En la kasbah, después de las cenas en las espectaculares terrazas con vistas al valle del Mgouna, convivimos con ellos, jugamos y reímos con ellos. No nos entendíamos del todo, pero sobraban las palabras. Inolvidable.
Por cierto, el Picanto sobrevivió al viaje sin problemas. Después de la Kasbah, visitamos Ait ben Haddou. Cuando nos dirigíamos hacia Kasbah Itran visitamos la Kasbah de Taourirt. Ambas paradas muy recomendables para conocer la cultura y la arquitectura tradicional de esta zona de Marruecos.
Lo que no es muy recomendable es coger el tren nocturno entre Marrakech y Tánger sin tener departamento con literas reservado. A la vuelta pasamos una noche infame, sentados en asientos incomodísimos, con las mochilas encima, y con un trasiego continuo de gente bajando y subiendo de las distintas estaciones en las que se para; viajeros, vendedores de comida, revisores… Casi no pegamos ojo.
En resumen, una experiencia muy positiva, de la que aprendimos mucho y que hizo que nos picara el gusanillo de los viajes, aunque tuvo su punto agridulce. En cualquier caso, el karma funciona, porque gracias a las fotos que hice en ese viaje quedé tercero en un concurso de fotografía, y gané no solo más dinero del que nos habían robado, sino además una cámara genial que nos ha acompañado en varios de nuestros viajes. Ni tan mal.